‘La desfachatez intelectual’, gure ezagun zenbaiten erretratua

Ignacio Sanchez-Cuenca irakasle eta idazleak La desfachatez intelectual liburua argitaratu berri du. El Intermedio programan entzun genituen bere iritziak eta gaur lagun batek liburuko pasarte batzuk bidali dizkigu. Eta pasarteok irakurtzean, honen, horren eta haren aurpegiak eta idatziak etorri zaizkit gogora.

Ea zuei zeinenak datozkizuen.

Son muchos los ejemplos de intelectuales que han interpretado el reconocimiento público que reciben por su obra literaria o ensayística como una forma de impunidad. Llegados a cierto punto de “consagración”, saben que digan lo que digan, por muy arbitrario o absurdo que resulte, nadie les va a mover la silla. Es como si la acumulación de malas ideas y opiniones infundadas no tuviera apenas impacto sobre su reputación, de modo que ningún periódico se atreverá a prescindir de sus servicios, ni las editoriales rechazarán sus manuscritos ni les dejarán de invitar a conferencias, cursos de verano y demás actos culturales y académicos.
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El problema se agrava porque estos intelectuales consagrados, muchos de ellos consumidos por la vanidad de los personajes que han creado, aceptan muy mal la crítica. Cualquier desacuerdo, por muy razonado que esté, lo entienden como un ataque personal, como un intento de desprestigiarlos, fruto de la envidia y el rencor. En consecuencia, cuando se dignan a contestar, lo suelen hacer en términos personales, atacando a quien ose rechistarles. Desde sus tribunas, prefieren evitar el debate y el intercambio de argumentos, lo que no es incompatible con lanzar dardos cargados de mala uva contra los que no opinan como ellos. Su objetivo es ofrecer opiniones, no someterlas a un examen crítico en una conversación colectiva. Son opiniones con sello personal, con marca propia, que están asociadas a un autor único e irrepetible. El debate, pues, queda reducido a desautorizar a quien piensa distinto, sin entrar en demasiados detalles acerca de las razones para defender una postura determinada. Con excesiva frecuencia, la desautorización se lleva a cabo de forma oblicua, no mencionando el nombre de quien sostiene una idea diferente; así sucede sobre todo cuando se considera que dicho nombre está por debajo en el escalafón, por lo que hacerse eco del mismo supondría favorecer un inmerecido ascenso en la jerarquía de las letras.
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Casi nadie señala con nombres y apellidos a los responsables de propalar en la esfera pública malos argumentos y emplear un estilo de intervención más estético que analítico. Al contrario, lo que domina es una actitud generalizadamente hipócrita, consistente en hablar bien en público de las ideas de cierto autor y luego ponerle a caer de un burro en privado. Así, mucha gente comenta en tono de confidencia lo mucho que le desagradan los excesos de Félix de Azúa o lo repetitivos que se han vuelto los artículos políticos de Fernando Savater. Sin embargo, casi nadie “se toma la molestia” de hacerlo en público. Unos porque desde una posición un tanto olímpica consideran que no vale la pena, que es una distracción con respecto a quehaceres más urgentes y trascendentes; otros, sencillamente, porque no quieren buscarse problemas. El mundo de las letras es bastante pequeño y los efectos de cuestionar a ciertas figuras pueden terminar siendo fuente de complicaciones. Imaginemos que alguien critica a Fernando Savater, quizá el más público de nuestros intelectuales públicos: no cabe descartar que en El País se sientan ofendidos y consideren un “empecinado” al autor de la crítica, que, a su vez, encontrará dificultades para publicar en Claves de la Razón Prác­tica, revista del grupo PRISA dirigida por Fernando Savater, pero también para que le concedan el Premio Anagrama de Ensayo, en cuyo jurado ha estado Savater muchísimos años, o el Premio Espasa de Ensayo, en el que también estuvo un tiempo, y así hasta el aburrimiento. Lo mismo cabe decir de muchos otros figurones con múltiples y largos tentáculos en los medios de comunicación y editoriales de este país.
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El caso es que, por un motivo u otro, la crítica con nombre y apellidos tiende a ser infrecuente en el mundo de las letras. De este modo, va consolidándose la impunidad a la que antes me refería. Los escritores más influyentes pueden decir casi todo lo que les venga en gana sin anticipar por ello crítica alguna. De hecho, la crítica se vuelve tan rara que quien la practica en alguna ocasión puede parecer un demente o un iluminado.

También influye en la ausencia de una crítica abierta la red de complicidades que va tejiéndose a base de encuentros en los múltiples actos culturales que jalonan la vida pública española, ya sea en forma de conferencias, mesas redondas, cursos universitarios, o bien en forma de proyectos editoriales, manifiestos o lo que se tercie. No son tantos quienes participan en la esfera pública, así que la probabilidad de que coincidan es elevada. En el momento en que se traban relaciones personales y expectativas futuras de lo que podríamos llamar “apoyo mutuo”, la opción de la crítica pierde mucho de su atractivo.

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